EL REGALO DE LA SOCIA



La muerte no me asusta. Hace años que le perdí el miedo que no el respeto.
Lo mejor de mí son años, meses y días contados.
De mis 37,  le he regalado 9 a mi hija.
Los otros veintitantos  no sé cómo he podido vivir 
sin su sonrisa.
De un tiempo a esta parte,
ella es la luz que me ilumina. 



La socia y yo hemos cambiado las reuniones de despacho de la bañera a su dormitorio. Cada noche a las 21:45h, previo masaje, pulverización de aceite esencial de lavanda y resumen del día abrazadas en una cama de noventa, de la que me cuelga la barriga y las piernas. 

  –Mama, en serio, te tienes que adelgazar –dice la socia mientras ríe con los colmillos de la Noli en su infancia. 

  –Pues mira, guapa, estoy estupenda —contesto mientras intento hundir las costillas hacia dentro cómo si pudiera—. Soy, resultona. Resultona –repito. 


Me gusta acurrucarme en sus mechones castaños mientras le leo. Ella me escucha atenta, con los ojos descansando en las páginas  del libro que leemos. Me gusta pasar tiempo con Aina, reírnos sin que tenga que haber un motivo para posponerlo. Valoro el regalo que nos hacemos mutuamente cada noche, cuando tenemos nuestro encuentro. Cuando el mundo puede esperar y los problemas se quedan en la puerta. Me gusta cuando nos acostamos en su cama de noventa y soñamos letras juntas. 



Cada noche a las 21:45h mi socia y yo nos regalamos tiempo.


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