LOS MIL DE AINA



El dolor. El físico. El que duele. No ha sido lo peor. 


Ni tampoco cortarme el pelo a lágrimas de navaja. Ni verme en el espejo. Y no reconocerme: Esa, ¿soy yo? Tampoco las horas con el cuerpo en el sofá y la mente volando. Qué sé yo dónde. Qué sé yo con quién. Volando. Nunca he sentido tanto frío. Y las venas me han latido tan poco. El corazón, sí. Vivo. Con sus quejíos, pero palpitando. Jamás me había visto tan guapa. Estando tan fea. El cariño me entraba directo en vena. Con la fuerza drogada y la resiliencia yendo a ciegas. He caminado. A veces corriendo demasiado. Me he querido ir, pero no me han dejado. Mi socia. La del despacho. Calle bañera número entrañas. Con sus ojos verdes llenos de miedo, pidiéndome esperanza. 

El dolor. El físico. El que duele. No ha sido lo peor. 

Te he escrito un diario de vida durante mil días. Sin ti no puedo. Ni quiero. Ni debo. 
Gracias. Por enseñarme a pedalear la vida. Por animarme cuando ya no podía. Por quererme tan débil. Cuando yo apenas podía. 
Por no juzgarme. Ni siquiera cuando podías. Por respetar mi silencio. Por callar tu ruido. Y tu dolor. Y tu voz. Pequeña. 


Me he servido una copa de vino hasta arriba. La vela de azahar se quema sola. Las lágrimas se me caen solas. Rei duerme y la socia lucha contra la gravedad de sus pupilas. No puedo creer que haya llegado el día. No sé si reír o llorar o gritar o tirarme al suelo y patalear. Quizá todo. Quizá nada. Siguen cayendo las lágrimas. 


Ya no recuerdo el dolor del pasillo. Ni el silencio tras el diagnóstico. Es cáncer —dijo. La mano de mi Mosquetero se agarró fuerte a la mía en el hospital de las siglas.  El sudor nos recorrió la memoria y los oídos no dejaban de pitar. Chirriar. Ha dicho cáncer. Vaya —balbuceó él. Quizá ha llegado mi día —pensé mientras recordaba a mi Noli, Andrés y Eva. 

La resiliencia no se aprende. Se tatúa con la vida. Con las experiencias. Con la perspectiva y la actitud. Con los valores y los principios que nos enseñan. Mis padres me enseñaron a amar. Incluso cuando no podían. Eva me regaló su bondad. Un mar abierto lleno de posibles nuevos caminos. De esperanza. De volver a nadar. Contra corriente. Saltando olas o pasando a través de ellas. Los ochocientos siempre se me han dado fatal. Pero he llegado. A esa meta imaginaria que me marqué en una sala de hospital. Que visualicé. 


No quiero cerrar esta etapa de mi vida con sabor agrio. Ni dulce. Ni quiero pintar de rosa un capítulo de mi vida que ha sido negro, rojo, verde y de muchos colores. Como las emociones. He llorado mucho. Y también me he reído. Tengo la gran suerte de que me hayan querido. Calva, sin fuerza, mostrando mi flaqueza. Fuerte, sonriente, bailando hasta romperme.  Brindando por la vida y cagándome en ella. No soy ninguna luchadora. Ni superviviente. Ni sé dar lecciones. ¿Podrías darme tú alguna? Esta ha sido, simplemente, mi manera. La de enfrentarme al cáncer. La de vivir. Incluso estando enferma. 

El dolor. El físico. El que duele. No ha sido lo peor. 
He llegado a la meta de mis ochocientos. No dejo de pensar en mi atleta. Contigo puedo. Andrés.
He llegado. He tejido un diario de vida con muchos hilos de colores. No dejo de pensar en mi costurera. Contigo puedo. Noli.
He llegado. He escrito tu nombre y la esperanza de mi vida en cada orilla. No dejo de pensar en mi sirena. Contigo puedo. Eva.
He llegado. No te esperaba y sin embargo me quieres. Te quiero tanto. No dejo de pensar en estar siempre a tu lado. Contigo quiero. Viambtú.
He llegado. Te debo tanto. Pedalear la vida. Contigo puedo. Contigo quiero. Contigo debo. Unos nachos con queso. 


Te he escrito durante más de mil días. Y espero seguir haciéndolo. Toda la vida.
A mi hija Aina. 



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